miércoles, 2 de abril de 2008

¿Qué significa Filosofar?

Pieper, J., El ocio y la vida intelectual. Extracto

En una primera aproximación puede decirse que filosofar es un acto en el que se sobrepasa o trasciende el mundo del trabajo.
El mundo del trabajo es el mundo del día de labor, el mundo de la utilización, del servicio a fines, del resultado o producto, del ejercicio de una función; es el mundo de las necesidades y del rendimiento, el mundo del hambre y de su satisfacción. El mundo del trabajo está regido por esta meta: realización de la “utilidad común”; es éste el mundo del trabajo en la medida en que trabajo es sinónimo de acción útil (a la que es propio al mismo tiempo la actividad y el esfuerzo). El proceso del trabajo es el proceso de la realización de la “utilidad común”, concepto que no hay que tomar como equivalente de “bien común”. La “utilidad común” es una parte esencial del “bien común”, pero este concepto contiene mucho más. Al “bien común” pertenece, por ejemplo (como dice Santo Tomás ), que haya hombres entregados a la inútil vida de la contemplación; al “bien común” pertenece el que se haga filosofía, mientras que justamente no se puede decir que la contemplación, la filosofía, sirva a la “utilidad común”.
Filosofar significa trascender el mundo del trabajo y es esencial al acto filosófico no pertenecer a ese mundo de utilidades y de aptitud práctica, de necesidad y producto, a ese mundo del “bien útil”, de la “utilidad común”, sino ser esencialmente inconmensurable con él. Mientras más totalitaria se hace la exigencia del mundo del trabajo, tanto más intensamente se presenta esta inconmensurabilidad, este no pertenecer a él. La filosofía reviste cada vez más el carácter de lo extraño, del mero lujo intelectual, incluso de algo verdaderamente intolerable e injustificable.
La pregunta que es verdaderamente filosófica atraviesa la cúpula bajo la que está encerrado el mundo de la jornada burguesa del trabajo.
El acto filosófico no es la única forma de dar este “paso más allá”.

1. La voz de la poesía, de la verdadera creación literaria, no es menos
inconmensurable con el mundo del trabajo que la pregunta del filósofo.
2. No
de otra forma sucede también con la voz de quien ora.
3. Y también quien ama
se sale de la cadena de fines de este mundo del día del trabajo.
4. Así como
todo aquel que, por una profunda conmoción existencial, que es siempre al mismo
tiempo una conmoción de la relación con el mundo, pisa los límites de la
existencia, sea, por ejemplo, en la experiencia de la cercanía de la muerte. En
semejante conmoción experimenta el hombre el carácter no definitivo de este
mundo de todos los días lleno de cuidados; lo trasciende, da un paso más allá.
Por razón de esta fuerza de trascendencia y rompimiento que les es común tienen una cierta unidad natural todas esas formas de actitudes fundamentales del hombre: el acto filosófico, el religioso, el de creación y contemplación artística y también la relación con el mundo realizada en una conmoción existencial en virtud del amor, de la experiencia de la muerte o de lo que sea.
Por lo que respecta a la unidad de filosofía y creación poética, existe una notable y poco conocida frase de Santo Tomás de Aquino en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles: el filósofo tiene de afín con el poeta el que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso (“mirandum”), lo digno de admiración, lo que provoca admiración .
La copertenencia es a tal punto válida que siempre que se niega esencialmente uno de los miembros de esta trama no florecen tampoco los restantes, de modo que, en un mundo totalitario del trabajo, todas esas formas de trascendencia del mismo están ausentes. Donde lo religioso no puede crecer, donde no hay lugar para la creación y la contemplación artística, donde la conmoción por el amor o la muerte pierde su profundidad y se banaliza, ahí tampoco florecen el filosofar y la filosofía.
Peor, desde luego, que el simple enmudecimiento y extinción paulatina es su corrupción en formas bastardas y falsas. Existen seudorrealizaciones de esas actitudes fundamentales, que sólo aparentemente traspasan la cúpula.
1. Existe una forma de orar mediante la cual no se trasciende este mundo, sino
con la que más bien se intenta incluir lo divino en la cadena de fines de los
días de trabajo como algo que funciona en ella a modo de parte integrante de la
misma. Hay una corrupción de la religión en magia en la que no se realiza la
entrega a lo divino, sino un intento de adueñarse de lo divino para disponer de
ello; se pervierte la oración haciendo de ella una práctica que siga haciendo
posible la vida bajo la cúpula.
2. Y existe también una degeneración del
amor por la que se pretende poner al servicio de los fines del limitado yo su
capacidad de entregarse y que resulta de un miedoso protegerse frente a la
conmoción que produce el mundo más amplio y profundo en el que sólo puede entrar
quien ama de verdad.
3. Hay también seudoformas de la creación y
contemplación artísticas, una seudopoesía que, en lugar de romper la bóveda del
día de trabajo, se limita, por así decir, a pintar adornos engañadores en la
pared interior y que, con mayor o menor disimulo, se pone al servicio del mundo
del trabajo como “poesía útil”, privada o también política; semejante poesía no
trasciende ni siquiera aparentemente.
4. Y, por último, hay también una
seudofilosofía cuya característica es precisamente ésta: que en ella el mundo
del trabajo no es sobrepasado tampoco. En Platón pregunta Sócrates al sofista
Protágoras : “¿En qué instruyes tú a los muchachos que se agolpan en torno
tuyo?”. Y Protágoras responde: “El objeto de mi enseñanza es la buena
deliberación, tanto para sus asuntos propios, para la administración de su casa
como para los del Estado, el talento para conducirlos perfectamente mediante
palabras y obras”. Este es el programa clásico de la filosofía concebida como
saber de formación, de una filosofía aparente, que no trasciende.
Hay algo
todavía peor, y es que todas estas seudorrealizaciones coinciden en que no sólo
no trascienden sino que clausuran al mundo bajo la cúpula todavía más
definitiva; encierran al hombre aún más en el mundo del trabajo.

La otra cara (de la inconmensurabilidad del filosofar) se llama libertad. La filosofía es “inutilizable” en sentido de una utilización y aplicación inmediata. La filosofía no se deja utilizar, no deja que se disponga de ella para fines que se encuentren fuera de sí misma; ella misma es un fin. La filosofía no un saber “útil”, sino un saber “libre”. Esta “libertad” significa que el saber filosófico no recibe su legitimación de su utilidad y de su aplicabilidad o de su función social, de su posible relación a la “utilidad común”.
Justamente en este sentido ha sido pensada la libertad de las llamadas “artes liberales” en oposición a las “artes serviles” que, como dice Santo Tomás, “están ordenadas a un bien útil que ha de alcanzarse mediante una actividad” . Pero la filosofía ha sido entendida desde antiguo como la más libre de las artes libres (en la Edad Media la Facultad de Filosofía se llamaba de artes liberales).
Así, da lo mismo decir que el acto filosófico trasciende el mundo del trabajo, o decir que el saber filosófico es inutilizable o que la filosofía es un “arte libre”.
Las ciencias especiales son por completo y esencialmente “disponibles para fines”, son esencialmente referibles a “una utilidad que se alcanza mediante la actividad” (como dice Santo Tomás de las “artes serviles”).

Esta libertad del filosofar es absolutamente idéntica al carácter teorético de la filosofía. Filosofar es la forma más pura de la mirada puramente receptiva de la realidad, de forma que las cosas sean lo único que da la medida, y el alma sea lo que es medido por ellas.
Este es el camino por el que ha progresado históricamente la autodestrucción de la filosofía, mediante la destrucción de su carácter teorético, destrucción que reposa, a su vez, en el que el mundo es visto cada vez más como mera materia prima para la actuación humana.
Pero la caída de la “theoria” trae consigo la caída de la libertad del filosofar y aparece la funcionarización, lo exclusivamente “práctico”, la necesidad de una legitimación basada en la función social. Mientras que nuestra tesis afirma precisamente que pertenece a la esencia del acto filosófico trascender el mundo del trabajo.


¿Qué significa filosofar? Segunda aproximación: experimentar que el cercano mundo circundante de los días corrientes, tiene que ser conmovido constante y renovadamente por la llamada intranquilizadora de la realidad total que espejea las imágenes esenciales eternas de las cosas.
Es esencial al ente vivo el ser y vivir en un mundo, en “su” mundo; tener mundo. Ser viviente quiere decir: ser “en” el mundo.
La piedra no tiene realmente una relación con el mundo “en” el que está, ni tampoco con las cosas vecinas “junto a” las cuales y “con” las cuales está “en” el mundo. La relación en un sentido verdadero es anudada de dentro afuera; sólo existe relación cuando hay una intimidad, donde existe aquel centro dinámico del que procede toda actuación, al que es referido y en el que es reunido todo lo que se recibe y padece. La interioridad, lo interior, es la fuerza que un ser real posee de tener relación, de ponerse en relación con algo exterior; “interior” significa poder de relación y de inclusión. Y mundo equivale a campo de relación. Tener mundo quiere decir ser centro y sustentáculo de un campo de relaciones.
Mientras de más alto nivel es la interioridad del ente, o sea mientras mayor y más capaz es un poder de relación, tanto más grandes y más altas dimensiones tiene el campo de relación correspondiente a ese ente. Dicho de otra manera: mientras más alto se encuentra un ente en la escala de la realidad, tanto mayor y de más alto nivel es su mundo.
1. Contorno. El mundo más bajo es el de la planta, que no va más allá, en su
amplitud espacial de la cercanía por contacto (“contorno”).
2. Mundo
circundante. El mundo, ya de más alto nivel y también mayor espacialmente, del
animal corresponde a su más poderosa fuerza de relación. La capacidad de
relación y de relacionarse del animal es más potente en la medida en que el
animal puede conocer sensiblemente. El animal está, por una parte, totalmente
adaptado a este medio recortado, pero, por otra, vive completamente encerrado en
él, a tal punto que no puede traspasar de ninguna forma sus fronteras, pues no
puede hallar un objeto que no corresponda al principio selectivo de este mundo
parcial. Este corte de realidad, determinado y delimitado por la finalidad vital
del individuo o de la especie, es llamado “mundo circundante”.
3. Mundo. (En
cuanto al hombre), la tradición filosófica de Occidente ha entendido el poder de
conocimiento espiritual, e incluso lo ha definido directamente, como el poder de
ponerse en relación con la totalidad del ser. Espíritu significa una capacidad
de tal fuerza para captar y contener que el campo de relación que le está
coordinado traspasa esencialmente los límites del mundo circundante. Es esencial
al espíritu el que su campo de relación sea el mundo; el espíritu no tiene mundo
circundante sino mundo. Pertenece a la naturaleza del existente espiritual hacer
saltar el mundo circundante (y suprimir así la adaptación y la clausura).
En el libro de Aristóteles Sobre el alma se dice: “El alma es en cierto modo todo lo existente”, una frase que en la antropología de la Edad Media se ha convertido en una locución corriente: el alma es, en cierto sentido, todo, el todo. “En cierto sentido”, o sea el alma es todo en cuanto que, conociéndose, puede ponerse en relación con la totalidad de los entes. El alma espiritual, dice Santo Tomás en sus investigaciones sobre la verdad, está esencialmente dispuesta para convenir con todo lo existente , para entrar en relación con la totalidad de aquello que tiene ser. Esta es, por tanto, la afirmación de la tradición occidental: tener espíritu, ser espíritu, ser espiritual, todo esto significa: existir en medio de la realidad en su conjunto, a la vista de la totalidad del ser, vis-à-vis de l’univers. El espíritu no vive en “un” mundo o en “su” mundo, sino en “el” mundo.
Espíritu y realidad en su conjunto son concepciones correspondientes, que responden uno a otro. Para la antigua filosofía la copertenencia de los conceptos “espíritu” y “mundo” está incluso tan íntima y profundamente anclada en ambos miembros que no sólo es válida la proposición “el espíritu es poder de relación a la totalidad de las cosas existentes”, sino también la otra proposición sobre la esencial relacionabilidad al espíritu de todas las cosas existentes. Por tanto, no sólo es esencial al espíritu que su campo de relación sea la totalidad de las cosas existentes, sino que pertenece también a la esencia de las cosas encontrarse en el campo de relación del espíritu. Éste y no otro es el sentido de la antigua proposición: todo ente es verdadero y de la otra proposición que significa lo mismo: “ente” y “verdadero” son conceptos convertibles.
El mundo coordinado al ser espiritual es la totalidad de las cosas existentes. Y donde es alcanzado un grado esencialmente definitivo de “amplitud del mundo”, o sea la dirección a la totalidad, se alcanza también el nivel esencialmente más alto de fundamentarse en sí mismo, una máxima capacidad de habitar en sí mismo, de ser-en-sí, de independencia, de autonomía, de ser persona, un ser que se fundamenta en sí mismo, no a un “que”, sino a un “quien”, a un yo mismo, a una persona.
Naturalmente, aquello por lo que se distingue el mundo coordinado al espíritu no es sólo la “totalidad de las cosas”, sino al mismo tiempo la “esencia de las cosas”, aquello por lo que se constituye el mundo coordinado al espíritu. El animal está encerrado en los límites de un mundo recortado porque permanece cerrada para él la esencia de las cosas. Y sólo porque el espíritu es capaz de alcanzar la esencia de las cosas le es dado abarcar la totalidad; conexión que la antigua doctrina del ser ha entendido de esta manera: que tanto el universo como también la esencia de las cosas es “universal”.
Pero si el hombre esencialmente “no es sólo espíritu”; si el hombre es un existente en el que se unen los ámbitos de ser de la vida vegetativa, animal y espiritual, entonces el hombre no vive tampoco esencialmente de forma exclusiva de cara a la realidad en su conjunto, al mundo total de las esencias, sino que su campo de relación es un ensamblaje de “mundo” y “mundo circundante”. Porque el hombre no es espíritu puro, no puede vivir únicamente “bajo las estrellas”, vis-à-vis de l’univers, sino que necesita un techo sobre su cabeza, necesita el mundo circundante cercano, familiar, el ámbito cotidiano, la cercanía sensible de lo concreto. En una palabra: a una vida realmente humana pertenece también el mundo circundante.
Pero pertenece también a la esencia del hombre corporal-espiritual que los ámbitos de lo vegetativo y lo sensitivo sean conformados por el alma espiritual. Humano es saber que sobre el techo se encuentran las estrellas, captar más allá del familiar receptáculo de la adaptación habitual a lo cotidiano la totalidad de las cosas existentes; más allá del mundo circundante y abarcándolo, el mundo.
Pero con esto hemos dado el paso hacia nuestra verdadera y primera cuestión: ¿qué significa filosofar? Filosofar significa justamente esto: experimentar que el cercano mundo circundante de los días corrientes, determinado por las finalidades inmediatas de la vida, puede ser conmovido, más aún, tiene que ser conmovido constante y renovadamente por la llamada intranquilizadora del “mundo”, de la realidad total que espejea las imágenes esenciales eternas de las cosas.
Hemos preguntado: ¿adónde se interna el acto filosófico en tanto trasciende el mundo del día de labor? Pues bien, filosofar quiere decir: dar el paso desde el medio recortado del mundo del día de labor al vis-à-vis de l’univers. Un paso, por lo demás, que lleva a vivir a la intemperie, sin morada; las estrellas no son un techo sobre la cabeza; un paso, pues, que mantendrá siempre abierto el camino de vuelta, pues así no puede a la larga vivir el hombre.


¿Qué significa filosofar? Tercera aproximación: Captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito (con asombro).
Hemos dicho que es peculiar del hombre necesitar la adaptación al “mundo circundante” y, al mismo tiempo, estar orientado al “mundo”, a la totalidad de lo existente, y que la esencia del acto filosófico reside en trascender el “mundo circundante” y llegar hasta el “mundo”.
Evidentemente, no son mundo circundante y mundo dos ámbitos separados de la realidad, de tal forma que el que inquiere filosóficamente se traslada de un ámbito al otro. El hombre que filosofa no vuelve la cabeza, al trascender en el acto filosófico el mundo circundante de los días de trabajo; no aparta la vista de las cosas de ese mundo, de las cosas concretas, manejables, útiles, del día laborable; no mira en otra dirección para contemplar allí el mundo universal de las esencias. No, por el contrario, la contemplación filosófica se orienta también a este mismo mundo tangible, visible, que se extiende ante nuestros ojos, pero este mundo, estas cosas, estas realidades son interrogadas de una forma especial; se les pregunta por su última y universal esencia, con lo que el horizonte de la pregunta se convierte en horizonte de la realidad en su conjunto. La pregunta filosófica va a “esto” o “aquello” que está ante nuestros ojos; no se dirige a algo que estuviese fuera del mundo, o “en otro mundo”, mas allá del mundo empírico de todos los días. Pero la pregunta filosófica reza: ¿qué es “esto” en general y en su último fundamento?
El preguntar filosófico se orienta totalmente a lo cotidiano que está ante nuestros ojos, pero esto que está a nuestra vista se hace por un momento transparente para quien así pregunta, pierde su carácter compacto, su apariencia de algo definitivo, su obviedad. Muestran las cosas una más profunda faz, extraña, desconocida, insólita.
Filosofar significa alejarse, no de las cosas cotidianas, sino alejarse de sus interpretaciones corrientes, de las valoraciones de estas cosas que rigen ordinariamente. Y esto no en virtud de una decisión de distinguirse, de pensar de otra forma que los muchos, que el vulgo, sino porque repentinamente se manifiesta un nuevo semblante de las cosas. Exactamente, es esta realidad: que en las mismas cosas que manejamos todos los días se hace perceptible una faz más profunda de lo real (no es una esfera contrapuesta a lo cotidiano); que a la mirada dirigida a la cosas que nos encontramos en la experiencia diaria le sale al paso lo no habitual, lo que no es en absoluto obvio y evidente de esas cosas. Es justamente a esto a lo que está coordinado el acontecimiento íntimo en el que se ha situado desde siempre el comienzo del filosofar: el asombro.
“Verdaderamente, por los dioses, Sócrates, no salgo de mi asombro sobre la significación de estas cosas y a veces me da vértigo el mirarlas”. Así exclama el joven matemático Teetetes, después que Sócrates, el sagaz y bondadoso interrogador que sabe dejar confuso y atónito (¡atónito de asombro!) le ha llevado tan lejos que reconoce y confiesa su ignorancia. Y sigue entonces en el diálogo, Teetetes, de Platón , la irónica respuesta de Sócrates: “Exactamente esa disposición es la que caracteriza a los filósofos; éste y no otro es el comienzo de la filosofía”. Aquí adquiere expresión por primera vez con matinal claridad y sin embargo, de forma nada solemne casi como dicho de pasada el pensamiento que después, a lo largo de la historia de la filosofía, ha llegado a convertirse casi en un tópico: el asombro es el comienzo de la filosofía.

Asombro y aburguesamiento
En este su comenzar por el asombro se patentiza el esencial carácter antiburgués, por así decir, de la filosofía, ya que el asombro es algo antiburgués. Pues ¿qué significa aburguesamiento en sentido espiritual? Ante todo, que uno tome el mundo próximo determinado por los fines vitales inmediatos como algo tan compacto y definitivo que las cosas con que nos encontramos no pueden ya transparentarse; no hay ni vislumbre del mundo más amplio, profundo y genuino, al primer momento “invisible” de las esencias; no se da, no se muestra más, lo asombroso, el hombre no es ya capaz de asombrarse. La sensibilidad burguesa embotada lo encuentra todo evidente, comprensible por sí mismo.

Asombro y Teoría
Así, el que se asombra, y únicamente él, es quien lleva a cabo en forma pura aquella primaria actitud ante lo que es que desde Platón se llama “theoria”, pura captación receptiva de la realidad, no enturbiada por las voces interruptoras del querer. Sólo existe “theoria” en la medida en que el hombre no se ha vuelto ciego para lo asombroso que yace en el hecho de que algo sea.
Lo «nunca visto», lo enorme y sensacional, no es lo que prende y atiza el asombro filosófico, sino sólo aquello donde una sensibilidad embotada capta algo así como un sustitutivo del verdadero asombro. Quien necesita de lo desusado para caer en el asombro demuestra precisamente con ello que ha perdido la capacidad de responder adecuadamente a lo admirable del ser.

Filosofía y Poesía
Captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito, “digno de admiración”, es el comienzo del filosofar. Y por ello, como dicen Santo Tomas y Aristóteles, se emparientan el acto filosófico y el poético; tanto el filósofo como el poeta tendrían que habérselas con lo asombroso, con lo que provoca y exige la admiración.

Peligro de desarraigo
Este carácter “aburgués” del filósofo y del poeta alberga en sí el peligro de desarraigarse del mundo de los días de trabajo. La extrañeza, la alienación del mundo y de la vida es, en realidad, el peligro profesional, llamémosle así, del filósofo y del poeta.
Asombrarse significa ser conmovido. Quien se lanza a vivir bajo el signo de la antigua exclamación de asombro “¿por qué existe, en general, el ser?”, tiene que estar dispuesto a la posibilidad de perder alguna vez la orientación en el mundo de los días corrientes. A quien se le vuelve asombroso todo lo que encuentra puede olvidársele alguna vez la forma de entendérselas con esas mismas cosas en su trato ordinario con ellas.

El asombro, propio del hombre
De hecho, la antigua filosofía ha entendido el asombro como algo distintivo del hombre.
El Espíritu absoluto no se asombra, porque no le corresponde el aspecto negativo, ya que en Dios no hay no-saber, sólo se asombra el que no comprende del todo.
Pero tampoco el animal se asombra porque, como dice Santo Tomas, “no corresponde al alma sensible preocuparse por el conocimiento de las causas”; porque en el animal no se da el aspecto positivo que hay en la estructura de esperanza del asombro: la dirección al saber. Sólo puede asombrarse quien “todavía no” sabe.
Precisamente esto, el ser algo específicamente humano, corresponde también al filosofar. “Ninguno de los dioses filosofa”, así dice Diotima en El Banquete de Platón , “tampoco filosofan los ignorantes, pues la desgracia de la ignorancia es que cree tener bastante con lo que tiene”. “¿Quiénes son entonces, Diotima, pregunté yo (Sócrates), los que filosofan, puesto que no son ni los sabios ni los ignorantes? A lo que contestó ella: Está claro hasta para un niño que son aquellos que se encuentran en medio de ambos”.
Este medio es el ámbito de lo verdaderamente humano. Es lo verdaderamente humano: por una parte, no comprender o concebir de una forma plena (como Dios); por otra, no endurecerse, no encerrarse en el mundo de lo cotidiano al que se supone totalmente esclarecido; no darse por contento con el no-saber; no perder ese estar abierto, que se expande infantilmente, que es propio del que espera, sólo de él.
Así, el que filosofa, como el que se asombra, está situado por encina de la desesperada limitación del embotamiento; ¡él espera! Pero está debajo de aquel que posee, sabe, concibe definitivamente; es un hombre que espera, él, el que se asombra, el que filosofa.

Asombro y duda
Es algo muy extraño que, en la filosofía moderna, haya sido vista, sobre todo, incluso casi exclusivamente, esta cara del asombro, de forma que la antigua proposición que el asombro es el principio de la filosofía ha recibido el significado de que al principio de la filosofía está la duda.
¿Consiste, realmente, el verdadero sentido del asombro en el desarraigo, en la producción de la duda? O ¿no consiste más bien en hacer posible y necesario un nuevo y más profundo enraizamiento? En el asombro, que viene a ser como una desilusión, algo positivo en el fondo porque libera de una ilusión, pierden, efectivamente, las penúltimas evidencias su validez, no puesta hasta entonces en duda; se saca a la luz que tales evidencias no son definitivas, pero el sentido del asombro es, sin embargo, experimentar que el mundo es más, más amplio, más rico en misterio de como parece a la razón común, cotidiana.
La interna orientación del asombro obtiene su cumplimiento en el sentido del misterio; no apunta como a su fin a producir la duda, sino a despertar el conocimiento de que el ser, en cuanto ser, es incomprensible y misterioso, de que el ser mismo es misterio, misterio en el verdadero sentido, esto es, no simple infranqueabilidad, no contrasentido, ni siquiera propiamente oscuridad; misterio quiere decir, por el contrario, que una realidad es incomprensible a causa de que su luz es insondable e inagotable. Esto es lo que el que se asombra capta propiamente.
Se ve claro que el asombrarse y el filosofar están unidos en un sentido mucho más esencial del que a primera vista parece expresarse en la proposición “el asombro es el comienzo de la filosofía”. El asombro no es simplemente el principio de la filosofía en el sentido de “initium”, comienzo, primer estadio, primer escalón, sino en el de “principium”, origen permanente, interiormente constante del filosofar.
No es como si el que filosofa viniese “desde el asombro”; justamente, no sale del asombro, a no ser que deje de filosofar de verdad. La forma interna del filosofar es idéntica a la del asombrarse. Por eso tenemos, puesto que hemos planteado la pregunta “¿qué significa filosofar?”, que poner ante la vista de forma más exacta a forma interna del asombro.
En el asombrarse hay algo negativo y algo positivo.
1. Lo negativo es que el que se asombra no sabe, no comprende; no conoce lo que
“está detrás”. Así, pues, el que se asombra no sabe, o no sabe perfectamente, no
comprende. Quien comprende no se asombra. No se puede decir que Dios se asombra,
porque Dios sabe de la forma más perfecta. Más allá de esto, el que se asombra
no solamente no sabe, se percata de que no sabe.
2. Lo positivo: Sin
embargo, no es éste el no saber de la resignación, sino que el que se asombra es
alguien que se mueve y se halla en camino; el asombro incluye en sí que el
hombre enmudezca perplejo por un instante y que se ponga a la busca. Eel asombro
es exactamente definido mediante el “desiderium sciendi” , deseo de saber,
activa exigencia de saber (aspecto positivo).

Asombro y alegría
Aunque no saber, el asombro no es solamente resignación: del asombro proviene alegría, dice Aristóteles , es lo mismo lo que suscita asombro y lo que produce alegría. Quizás debamos aventurar la proposición siguiente: doquiera hallemos alegría espiritual podemos encontrar también lo asombroso, y donde haya capacidad de alegría, allí hay también capacidad de admiración. La alegría del que se asombra es la alegría de un principiante, de un espíritu dispuesto y en tensión para algo siempre nuevo, inaudito.

Asombro y esperanza
En este nexo de afirmación y negación, de sí y no, se manifiesta la estructura de esperanza del asombro, la forma arquitectónica de la esperanza, la cual es propia también del filósofo, incluso de la misma existencia humana. Nosotros somos esencialmente seres que “todavía no” son, que estamos en camino. ¿Quién podría decir que posee ya el ser a él reservado? “No somos, esperamos ser”. Y en esto, en que el asombro tenga la misma forma arquitectónica de la esperanza, se muestra hasta qué punto pertenece a la existencia humana.

Filosofía y ciencias especiales en cuanto a la esperanza
Esta estructura de esperanza es también (entre otras cosas) lo que diferencia a la filosofía de las ciencias especiales. Hay una relación al objeto esencialmente distinta en la ciencia especial y en la filosofía.
La pregunta de las ciencias especiales es por principio definitivamente contestable, o, por lo menos, no es esencialmente incontestable. Se puede decir definitivamente (o suponemos que se podrá decir definitivamente algún día) cuál es la causa de una determinada enfermedad infecciosa. Es por principio posible que un día se diga: está desde ahora científicamente demostrado que esto se comporta de esta manera y no de otra.
Pero nunca podrá ser contestada definitiva y terminantemente una pregunta filosófica (¿qué es esto en general y en su último fundamento?, ¿qué es en general, enfermedad, conocer, qué es el hombre?). “Ningún filósofo ha podido nunca sondear por completo la esencia ni siquiera de una sola mosca”, es ésta una frase de Santo Tomás de Aquino (de quien, desde luego, proviene también la otra frase de que “el espíritu cognoscente penetra hasta la esencia de las cosas” ). El objeto de la filosofía es dado al que filosofa sólo en esperanza.
Este aspecto negativo dado en la estructura de esperanza, ha sido propio del concepto de filosofía desde el principio, precisamente en el principio. Desde su origen, la filosofía no se ha tomado de ningún modo por algo así como una forma especialmente superior del saber, sino de modo expreso, como una forma de sapiente resignación. Los términos “filosofía” y “filósofo» han sido acuñados por Pitágoras, según una ya antigua leyenda, y lo han sido en acentuada contraposición a las palabras “sophia” y “sophos”: ningún hombre es prudente y sabio, sabio y prudente sólo lo es Dios. Y por eso del hombre podría decirse, a lo sumo, que es alguien que busca con amor la sabiduría, un “philosophos”. De forma idéntica habla Platón; en el Fedro se lanza la pregunta de qué nombre convenía a Solón, y también a Homero, y Sócrates decide: “Llamarle sabio me parece, Fedro, algo demasiado grande y que sólo conviene a la divinidad; sería más justo llamarle filósofo, amigo de la sabiduría o algo por el estilo” .

Etimología de “filosofía”
Ambos relatos son bien conocidos, pero nos inclinamos en demasía a tomarlos por algo puramente anecdótico, perteneciente a dominio de las frases hechas. Sin embargo, hay bastante fundamento para ser muy exactos en este punto y tomar seria y precisamente en consideración lo que quiere decir esta procedencia del vocablo.
¿Qué es exactamente lo que expresa? Fundamentalmente, dos cosas: en primer lugar, que no tenemos o poseemos el saber, la sabiduría a que aspira como meta el preguntar filosófico, y que no la poseernos, no de forma meramente pasajera y accidental, sino porque no la podemos tener esencialmente; que se trata aquí de un eterno todavía no.
La pregunta por la esencia contiene la pretensión de concebir perfectamente. Concebir significa (así dice Santo Tomás de Aquino) conocer algo en toda la medida en que es cognoscible en sí; transformar en conocimiento toda su cognoscibilidad, conocer algo por completo. Pero no hay absolutamente nada que el hombre pueda conocer de esa forma, en la forma del concebir en estricto sentido.
Pertenece, pues, a la naturaleza de la pregunta por la esencia, o sea de la pregunta filosófica (en la medida en que es expresada por un hombre) que no pueda contestarse en el mismo sentido en que es planteada. Pertenece a la naturaleza de la filosofía el tender hacia una sabiduría, que, sin embargo, es justamente para ella inalcanzable, claro está que no de tal manera inalcanzable que no se llegue a lograr nada en absoluto de ella. Esta sabiduría es objeto de la filosofía, pero como algo que se busca amorosamente, no como algo enteramente poseído.
Esto es lo primero que se expresa en la interpretación pitagórica y socrático-platónica de la palabra “philosophia”; ha sido después tomado y precisado con más amplitud en la Metafísica de Aristóteles y ha llegado, proviniendo en parte del mismo Aristóteles, a las obras de los grandes pensadores medievales.
Por ejemplo, en el comentario que Santo Tomás de Aquino ha escrito sobre estos párrafos de la Metafísica aristotélica, se encuentran algunas notables y profundas variaciones sobre este tema. Así, dice, por ejemplo, que la sabiduría no puede ser propiedad plena del hombre porque es buscada por sí misma. La información que nos dan las ciencias especiales sí la podemos “poseer” de forma total y completa, pero pertenece a la naturaleza de esas informaciones el ser “medios”; no nos pueden satisfacer de tal modo que pudiéramos determinarnos a buscarlas nada más que por sí mismas. Pero lo que nos puede satisfacer de esa forma y, en consecuencia, ser buscado por sí mismo, precisamente eso, no nos es dado más que en esperanza: “sólo es buscada por sí misma aquella sabiduría que no corresponde al hombre como una posesión” (así se encuentra dicho en Santo Tomas); es, por el contrario, esencialmente propio de esta sabiduría buscada con amor por sí misma el ser imputada o atribuida al hombre como un préstamo (“sicut aliquid mutatum”) .
En esa originaria interpretación de la palabra Filosofía se contiene también una segunda afirmación, que sólo en raras ocasiones se considera expresamente. Tanto en las legendarias manifestaciones de Pitágoras como en el Fedro de Platón y en Aristóteles, el “philosophos” es contrapuesto al “sophos divino” Así, pues, no es filosofía la amorosa búsqueda del hombre orientada a cualquier sabiduría, sino que la filosofía se refiere a la sabiduría como Dios la posee. Aristóteles ha caracterizado directamente la filosofía misma como “ciencia divina”, porque en ella se ponen las miras en una sabiduría que sólo Dios posee con propiedad plena .
Esta segunda afirmación contenida en la originaria autodeterminación de la filosofía tiene varios aspectos.
1. Por lo pronto, da una mayor fuerza a la primera afirmación de que la
filosofía no puede abarcar de una manera definitiva su objeto; el límite que
aquí se establece es determinado de forma más precisa como el límite entre
hombre y divinidad; en consecuencia, el hombre no puede poseer esa genuina
sabiduría, por lo mismo que no puede dejar de ser hombre.
2. Más allá de
esto, se afirma también que pertenece al concepto de filosofía el incluir una
ordenación a la teología. Se expresa aquí, en el antiguo concepto originario de
la filosofía, una apertura a la teología, algo que se opone completamente al
concepto de filosofía que se ha hecho corriente en los tiempos modernos, pues
este nuevo concepto de filosofía afirma precisamente que el rasgo decisivo del
pensamiento filosófico es el separarse de la teología, la fe, la tradición.
3. Y todavía se expresa en la antigua autodeterminación de la filosofía una
tercera cosa: la negativa de la filosofía a tomarse a sí misma por una doctrina
de salvación.

Pero ¿qué es lo que se quiere decir con la expresión “sabiduría como Dios la posee”? El concepto de sabiduría que está en el fondo de esto apunta a lo siguiente: “absolutamente sabio es quien conoce la causa más alta” (expresión en la que causa no debe entenderse meramente como causa eficiente, lo que se piensa es principalmente la causa final). Ahora bien, “conocer la causa más alta”, no la causa de algo determinado y especial, sino “en general” la causa más alta de todo, conocer la causa suprema de la totalidad de las cosas, significa conocer el “de dónde” y el “adónde”, el origen y la meta, el principio que rige su construcción y la estructura, el sentido y la configuración ordenada de la realidad en general, el “mundo” en general y en su último fundamento. Pero un conocimiento semejante, en el sentido de un saber comprehensivo, sólo puede ser atribuido a Dios, al Espíritu absoluto. Sólo Dios comprende el mundo desde Sí mismo como su última unitaria causa. “Sabio es quien conoce la causa más alta”, de tal modo sólo puedo llamarse sabio a Dios.
Ésta, pues, es la meta a la que se tiende con la filosofía: la comprensión de la realidad desde un último principio de unidad. Pertenece por ello a la esencia de la filosofía el estar “en camino” hacia esa meta (¡amando, buscando, esperando!), pero no está por su propia esencia en condiciones de alcanzar esta meta; ambas cosas pertenecen al concepto de filosofía, tal como los antiguos lo han desarrollado y comprendido.
Con esto es afirmado, entre otras cosas, algo decisivo. Se afirma que no puede darse un “sistema cerrado” de la filosofía. La pretensión de poseer la “fórmula del mundo” es, por necesidad conceptual, afilosófica y seudofilosófica.
Y, sin embargo. Aristóteles ve en la filosofía, en la metafísica, la más alta de las ciencias , justamente en virtud de esa meta (conocer la última causa), aunque sólo sea accesible en la forma de la esperanza y entregada a modo de un préstamo. Y Santo Tomás comenta esto así: “Este poco que en ella es ganado pesa más que todo lo que es conocido en las ciencias” .
Precisamente en esta doble, bifronte estructura de la filosofía, en esto de que se pise asombradamente en ella y se siga un camino que no tiene fin, en esto de tener la forma constitucional de la esperanza, precisamente en esto se nos muestra la filosofía como algo total y completamente humano, incluso en cierto sentido como el acabamiento y perfección de la misma existencia humana.